11 Junio 2016.
MARIO CABALLERO
@_MarioCaballero
yomariocaballero@gmail.com
LA HABITACIÓN DE LA MUERTE
Era una habitación de muerte. Javier Domínguez se dio cuenta de eso en cuanto atravesó la puerta. El piso de baldosas era de color blanco. Las paredes eran de ladrillo encalado, marcadas aquí y allá de manchas oscuras que podría haber sido de sangre –ciertamente en esa habitación había sido derramada mucha sangre. Del techo colgaban unas lámparas dentro de unas jaulas de alambre. En medio de la habitación había una larga mesa de madera con dos sillas en cada costado.
Ese lugar era utilizado por la Agencia Estatal de Investigaciones entre los años 2000 y 2006. Ahí, después de una breve estadía hasta el lobo más feroz salía convertido en un manso corderito. Pero lo más terrible de esa habitación con olor a humedad, orín y tabaco, era el viejo carrito de hospital oxidado que estaba al lado de la mesa. En él había varios objetos colocados encima cubiertos con una manta blanca, así como lo hubiera hecho un escultor para ocultar su trabajo sin acabar entre sesión y sesión.
Esposado con las manos a la espalda, Javier fue arrastrado hacia esa habitación de la muerte por un largo pasillo poco iluminado. Al final del pasadizo fue obligado a bajar por una escalera en forma de ele, aún más oscuro. Así de aturdido y agobiado como estaba, ya con la luminosidad de las lámparas pudo ver con claridad aquel lugar del que pensó nunca salir con vida.
Javier es periodista. Desde hacía más de una veintena de años se dedica al oficio escribiendo una columna de manera regular tres veces por semana. No era de los grandes, pero tampoco era del montón. Entre sus colegas era respetado. Tenía una pluma fina y elegante que en varias ocasiones fue la culpable de que él se hubiera metido en problemas, pero ninguno igual como el que enfrentaba esa misma noche.
Javier no tenía la intención de responder a los golpes ni a los insultos, mucho menos en la condición en que se encontraba después de la paliza que le dieron sus verdugos. Sólo le pedía al cielo que le diera las fuerzas para permanecer alerta el mayor tiempo posible abrigando la esperanza de salir de ahí con vida.
Tenía los ojos y la nariz hinchados. Su labio inferior estaba partido en dos y una costra de sangre bordeaba su boca. Si de algo podía Javier estar seguro es que de salir de ese cuarto jamás olvidaría al hombre gordo de pantalones cafés, de cara redonda como un globo y aliento pestilente. Tampoco lograría omitir de su memoria al tipo alto y delgado autor de la mayor golpiza de su vida. Y ni hablar del otro sujeto, que siempre estuvo detrás de estos dos como un jurado calificador.
Javier nunca estuvo de acuerdo con el autoritarismo con que Pablo Salazar Mendiguchía gobernó Chiapas, pero si para salir de ahí tenía que deshacerse en elogios lo haría sin rechistar.
De un empujón hicieron entrar a Javier a la habitación. Se quedó inmóvil, echando un vistazo de aquí allá, deteniendo la mirada en las manchas oscuras de las paredes y en las marcas oscas sobre la plancha rectangular de la mesa. En ese instante pensó en sus hijos y en su madre. De lo bueno que sería su vida si se hubiera dedicado a algo diferente. De otro empujón volvió a la realidad y quedó frente a la silla, y el hombre alto y delgado lo jaló tan fuerte para que se sentara que Javier casi se cae.
“Ten cuidado, hombre. Sé más delicado, que no queremos que se rompa un brazo”, dijo el gordo de pantalones cafés desde el otro lado de la mesa. Y se oyó una risita burlona, era la otra persona que solo había estado mirando cómo le desbarataban la cara a Javier entre puñetazos y patadas. Era al que los otros llamaban “El Chilango”.
El chilango también era gordo, pero dueño de una calva tan reluciente como un piso de mármol. Parecía el dueño de una pulquería de esos que salían en las películas mexicanas de los años cincuenta. Y hasta podías esperar oírle gritar con toda la fuerza de sus pulmones: “¿Dónde la otra? ¿Dónde la otra? ¿Dónde chingaos sirvo la otra?”.
El alto y flaco, parado a un lado de Javier, encendió un cigarrillo y quitó la manta blanca de encima del carrito para dejar al descubierto dos pinzas, un cuchillo largo y otro curvo, un martillo de uña, tres cinceles cortos, una llave perica y otros tantos objetos que podrían haber sido herramientas de matancero. “No seas estúpido, tapa eso -dijo el gordo-. El señor Domínguez está aquí sólo para ayudarnos con unos asuntos”.
Pero si ves que el señor Domínguez se pone sus moños e intenta hacer alguna locura puedes usar tus juguetitos, pero sólo si es necesario. ¿Entendiste? Ahora, quítale las esposas, dijo. Cumplida la orden, el hombre alto puso las esposas sobre la mesa y se fue a fumar a un rincón de la estancia.
El gordo le tendió una cajetilla de cigarrillos a Javier que éste rehusó con un “quizás luego, gracias”, y la caja de Marlboro quedó en medio de la mesa. “Los hombres que le hicieron eso señor Domínguez –dijo señalándole la cara con cierto cinismo-, lo hicieron cumpliendo órdenes nada más. Sabe, ellos son hombres honestos, leales, conformes con lo que les ha tocado vivir, como nosotros. ¿Sí me entiende, verdad? No como usted, señor Domínguez.
“Le exijo que me diga cuál es el problema. ¿Por qué ataca con tanta saña al gobernador? ¿Qué le hizo él a usted? Ya una vez hablamos de esto y quedó usted muy formal de no seguir con sus escritos en contra, pero como que se le olvidó el trato muy rápido. Pero está ocasión no será igual. ¡No señor! Y como parece que las palabras le entran por un oído y le salen por el otro, tendremos que ser más drásticos en esta ocasión para que no se vaya a olvidar del nuevo pacto que haremos entre usted y yo. Después de eso podrá marcharse libremente.
“¿Entendió?”, preguntó el hombre gordo. “Sí”, respondió Javier, tratando de ser lo más sincero posible aunque por dentro sabía que la promesa de que él podía salir de ahí no significaba nada, lo que de verdad importaba era lo que estaba en el carrito, las herramientas bajo la manta blanca. Y, por supuesto, las manchas de sangre en las paredes.
– ¿Prometes dejar de meter las narices donde no te importa y dejar de hablar del gobernador con tal de que todo en tu familia marche bien y no haya motivo por el cual llorar?, preguntó el gordo. Acuérdate de lo que le pasó a Pedro Raúl López Hernández (ex presidente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chiapas), que ni con todo su poder pudo con Pablo, y terminó huyendo del estado como un delincuente escondido en la cajuela de un auto. Y todo por qué, por querer subírsele a las barbas al gobernador. Si era fácil, nada más tenía que obedecer. Así tú.
– Sí, lo juro, respondió Javier, prometo de verdad ya no hacer nada y si quieren también me puedo ir del estado, pero por favor a mi familia no le hagan daño que no tiene culpa de lo que yo hago. Lo prometo, de verdad, lo prometo. ¡Se lo juro!
“Muy bien. Así me gusta. Ahora como que ya nos estamos poniendo de acuerdo. Deme su mano para que sellemos el trato, señor Domínguez. Un trato de caballeros”, dijo y le dirigió la mirada al chilango que le dio su aprobación con un movimiento de cabeza. “Puedes hacerlo”, le dijo al hombre alto, que tomó unas pinzas largas del carrito de hospital, como de mecánico, y se las metió a Javier por la boca. Y mientras se ejecutaba la tortura, el gordo dijo: “Es sólo para que esta vez no se le vaya a olvidar su promesa, señor Domínguez, sólo para eso para que no se olvide como la vez pasada”.
En el primer instante Javier hubiera jurado que le arrancarían la lengua, pero no fue así. El hombre alto lo sujetó de los cabellos y tiró con violencia hacia atrás, poniendo la cara de Javier mirando hacia el techo. Los gritos de dolor fueron ahogados por la pinza que buscaba aferrarse a una muela. Javier balbuceaba. Se sujetaba con fuerza de la mesa para no caer. Y el sonido que se escuchó al ser arrancada la muela sonó como un “crahsss” que se interrumpió por un ruido más fuerte, el producido por la cabeza de Javier contra la mesa de madera.
La sangre que salía de la boca de Javier manchó su camisa y la mesa. Por el impulso del jalón de la pinza una de las paredes fue salpicada de sangre, dejando un largo hilo rojo que llegó hasta el piso. Javier arrastró hacia atrás la silla con su cuerpo, separándose un poco de la mesa, y vio que su muela yacía a sus pies, ensangrentada e inerte, ocupando un lugar en el suelo que pudo ser para él si las cosas hubieran sido diferentes.
Levantó la cara y las lágrimas le impedían ver con claridad. Sintió que su nariz no estaba en su lugar, el tabique -partido en dos- apuntaba hacia el Este.
EPÍLOGO
Javier Domínguez, es un nombre ficticio de un hombre real, que experimentó los métodos que utilizó Pablo Salazar para callar a los opositores: destierro, encierro o entierro.
Muchas son las culpas de Pablo Salazar que siguen impunes, como la muerte de los bebés en el Hospital K de Comitán, el fraude de 11 mil millones de pesos que eran para reparar los daños del huracán Stan, las violaciones a los derechos humanos de decenas de líderes políticos, la cacería de periodistas, los encarcelamientos injustificados, las violaciones al Estado de Derecho, etcétera. Y de esto nada pagó Salazar durante el tiempo que estuvo en la cárcel.
Ese es el mismo Pablo Salazar de hoy que quiere volver al escenario político, el que está financiando el movimiento magisterial de la CNTE en Chiapas, usando la coyuntura para que los líderes de los maestros desestabilicen el estado y el recobre sus fueros de poder.
¿Será que de esto ya se dieron cuenta los maestros? Au Revoir.
@_MarioCaballero
yomariocaballero@gmail.com