01 febrero 2019
MARIO CABALLERO
ATESORAR LA VIDA
La tierra volvió a sacudirse en Chiapas. Esta vez no fue de 8,2, sino de 6,5 de magnitud. Y con ello otra vez el miedo, el salir corriendo como posesos a la calle, los gritos, las crisis nerviosas y el terrible recuerdo del 7 de septiembre. Sin duda fue un duro recordatorio de que por más avances tecnológicos y más descubrimientos haga la ciencia, la naturaleza sigue teniendo el control.
Casi dos horas después un amigo me preguntó dónde me había agarrado el sismo, que sucedió a las diez y catorce minutos de la mañana en las cercanías de Ciudad Hidalgo. Le dije que en casa. Primero escuché los gritos de la vecina y luego sentí que todo se movía. La verdad no busqué protegerme, sino salí corriendo a la escuela de mi hija. La encontré sentada en la plaza cívica con todos los demás alumnos del kínder. Las educadoras fueron hábiles para ponerlos a salvo. Las felicito y les doy mi más sincero agradecimiento.
La humanidad ha presenciado terremotos a lo largo de la vida que han sido capaces de destruir países enteros. Como el ocurrido el 26 de diciembre de 2004 en Indonesia, frente al norte de Sumatra. Esa sacudida que alcanzó los 9,3 de magnitud provocó un tsunami que dejó casi 230 mil muertos en Sri Lanka, Islas Malvinas, India, Tailandia, Malasia, Bangladesh y Myammar.
América Latina es una región muy expuesta a sismos por su ubicación cercana a placas tectónicas en movimiento. El de Chile, por ejemplo, en 1960, es el terremoto de mayor magnitud registrado en el mundo. Tuvo lugar en Valdivia y dejó entre 5 mil 700 y diez mil muertos, con más de 2 millones de damnificados. Fue de 9,5 e hizo que la ciudad se hundiera cuatro metros bajo el nivel del mar.
Ese terrorífico sismo se sintió en diferentes partes del planeta. Provocó la erupción del volcán Puyehue y un tsunami que se propagó por todo el Océano Pacífico, llegando hasta localidades de Hawái y Japón, que están a miles de kilómetros de distancia. Imborrable de la memoria será aquella fotografía donde se ve a una persona de mediana estatura metida hasta los hombros en una grieta que se abrió en la calle.
El país chileno ha sido el más golpeado del continente. En 1868 sufrió un seísmo de magnitud 9; el de 2010 fue de 8,8; el de 1730, 8,7, y en 1939 un sismo de 7,8 causó la pérdida de 24 mil vidas. En esa lista de potentes y más mortíferos terremotos están también Ecuador (8,8), Perú (66 mil muertos), Guatemala (23 mil muertos) y Nicaragua, nación que en diciembre de 1972 vio morir a más de 10 mil personas en un cataclismo de 6,2.
Si algo sabemos de los desastres naturales es que no tienen misericordia de nadie ni distinguen raza o clase. El 12 de enero de 2010, verbigracia, el país más pobre de América quedó devastado tras el terremoto de magnitud 7, con epicentro a escasos 15 kilómetros de la capital de Haití, Puerto Príncipe.
El desastre arrojó entre cien mil y 300 mil víctimas mortales, 350 mil heridos y más de un millón y medio de personas quedaron sin hogar. Miles de edificios se hundieron o cayeron, incluidos el Palacio de Gobierno y la Sede de Naciones Unidas.
La pobreza generalizada, la falta de recursos, la precariedad de las construcciones, las aglomeraciones humanas y la debilidad del Estado contribuyeron a hacer de esa una de las catástrofes humanas más graves de la historia.
NO CANTAMOS MAL LAS RANCHERAS
En esta breve lista, los mexicanos no cantamos mal las rancheras.
Hay registros desde los años mil 400 de decenas de sismos de más de 5 de magnitud ocurridos en todo México. Incluso se sabe que durante el reinado de Axayácatl hubo intensos terremotos que dejaron en ruinas todas las casas y edificios en el Valle de México. De acuerdo a los vestigios encontrados, esos fuertes movimientos de tierra originaron grietas y deslaves en los cerros que rodean el valle y hasta un tsunami en el lago de Texcoco.
Pero nuestra mayor pesadilla data del 19 de septiembre de 1985. Cuando un terremoto de 8,1 afectó la zona centro, sur y occidente del territorio nacional, especialmente la Ciudad de México.
Ocurrió diecisiete minutos después de las siete de la mañana, frente a las costas de Michoacán. La cifra oficial fue de alrededor de 10 mil muertos, pero las organizaciones que participaron en las labores de rescate afirmaron que la cifra pudo llegar a los 40 mil sólo en la capital del país. Expertos en el tema catalogaron el grado de intensidad del sismo como VIII (destructivo) o IX (muy destructivo).
Los que sobrevivieron al terremoto aseguran que la réplica se sintió mucho peor. Ésta sobrevino al día siguiente pasadas las siete de la noche. La magnitud según el Sistema Sismológico Nacional fue de 7,3. Terminó por colapsar las edificaciones dañadas del sismo anterior, causó alarma y pánico en toda la población.
Esa tragedia rebasó por mucho la capacidad del gobierno de Miguel de la Madrid, quien apareció públicamente minutos después del segundo terremoto. A los dos días, llegó a una de las áreas de mayor afectación, se paró sobre un montón de escombros, posó para las cámaras de televisión, pronunció su discurso y después de eso nada se volvió a saber de él respeto a la reconstrucción, la ayuda a las familias, el rescate y la organización de albergues y atención médica para los heridos.
Inmemorable fue la declaración que dio a la prensa: “La tragedia es grande, pero la capital de México no está arrasada. México tiene los suficientes recursos y unidos pueblo y gobierno, saldremos adelante. Agradecemos las buenas intenciones, pero somos autosuficientes”.
En el ensayo “No sin nosotros. Los días del terremoto”, Carlos Monsiváis describió que entre el horror de la catástrofe, las ruinas, los muertos, los heridos y las pérdidas materiales, apareció por primera vez en la historia lo que atinadamente denominó el empoderamiento de la sociedad civil: un ejército de hombres y mujeres organizados para el socorro de las víctimas, el rescate de personas, el levantamiento de cuerpos, la instalación de albergues, el acopio de alimentos, medicinas y ropa, la preparación de la comida, la limpieza de escombros, etcétera, es decir, tomó el poder para llevar a cabo todo lo que el gobierno no pudo y se negó hacer.
Ese el más dañino y significativo terremoto en la historia del país.
Dice un dicho que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, pero un sismo sí. Irónicamente, otro 19 de septiembre, 32 años después, un nuevo terremoto de 7,1 dejó 369 muertos, cien desaparecidos y una cantidad considerable de heridos nada más en la Ciudad de México. Y evidenció las lecciones no aprendidas del 85.
LA CULTURA QUE NOS HACE FALTA
Ayer mucha gente volvió a poner el grito en el cielo. No es para menos. El temblor que nos sorprendió el 7 de septiembre de 2017 mientras muchos ya dormían, no puede olvidarse así de fácil.
Amigos y familiares me cuentan todavía que no pueden sentir un leve movimiento bajo sus pies porque se aterran. Les viene a la mente aquella eterna sacudida de 8,2 de magnitud que tuvo como epicentro el municipio de Pijijiapan, Chiapas, que ha sido la más fuerte en la historia de México. 98 personas murieron esa ocasión en distintos estados de la República.
Ayer, al momento de ver a mi niña sentada en la plaza cívica de su escuela, me sentí impotente. Ella estaba a salvo, pero ¿qué pasaría si otro terremoto como el de hace casi dos años volviera a sucedernos? ¿Estamos preparados?
Creo que además del esfuerzo que los gobiernos han venido haciendo últimamente para prepararnos ante eventuales acontecimientos naturales, nosotros como individuos, como familia, como sociedad, deberíamos hacer consciencia de los daños, aprender las lecciones del pasado y tomar en serio la cultura de la prevención. En otras palabras, atesorar la vida.
A nadie le hace mal saber sobre el triángulo de la vida, conocer las zonas de seguridad de su propia casa, escuela o lugar de trabajo. Y por qué no tener preparado un botiquín de primeros auxilios, víveres y la documentación de la familia. Los profesionales recomiendan además de eso tener listo un directorio telefónico, no colocar objetos pesados sobre muebles altos y revisar con regularidad la estructura de las viviendas. ¿Por qué no hacerlo?
No sé usted, pero yo ayer escuché a algunos quejarse de que la alerta sísmica siempre suena cuando ya está temblando. Supongo que no se dan cuenta que tan sólo se trata de un aparato de advertencia. Creo que antes de reclamar sería mejor prepararnos y saber qué hacer cuando está temblando. ¡Chao!
@_MarioCaballero