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Presenta presidente electo Plan Nacional de Paz y Seguridad

CIUDAD DE MEXICO, 14 de noviembre de 2018.- A partir del 1 de diciembre el próximo gobierno encabezado por el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, pondrá en operación el Plan Nacional de Paz y Seguridad, el cual se centrará en la prevención del delito y la creación de la Guardia Nacional.

El próximo jefe del Ejecutivo aseguró que esta estrategia “parte de la concepción de atender antes que nada lo económico y social, atender las necesidades de los mexicanos. No se puede enfrentar la violencia con la violencia, apagar el fuego con el fuego, enfrentar el mal con el mal. Hay que atender las causas de la violencia”.

El enfoque preventivo, dijo,  tiene como propósito principal mejorar las condiciones de vida y trabajo para los mexicanos.

Además de propiciar el bienestar material de los habitantes del país, el gobierno electo buscará el fortalecimiento de los valores culturales y espirituales, así como de los núcleos familiares, a los que López Obrador reconoció como amplios, modernos y diversos.

“Se necesita acabar con la corrupción, combatir la pobreza y fortalecer los valores (…) Donde se mantienen las culturas y tradiciones es donde hay menos delincuencia”, expresó.

Dentro del modelo preventivo el plan incluye garantizar como un derecho el acceso al trabajo y la educación para miles de jóvenes a través de la implementación del programa social Jóvenes Construyendo el Futuro.

“Esto es la base del plan para la seguridad. Es como en la medicina la prevención, lo fundamental es prevenir”, afirmó el presidente electo, al tiempo que señaló los gobiernos anteriores no priorizaron este aspecto.

Para reducir la incidencia delictiva de manera organizada, unida, profesional y con perseverancia, anunció la creación de la Guardia Nacional.

Este organismo dependerá de la Secretaría de la Defensa Nacional y el presidente electo será el mando directo de dicho cuerpo de seguridad;  su operación resolverá las tareas de inseguridad y revertirá la descomposición en la que actualmente se encuentran las corporaciones policiales.

Se prevé que para 2021 estén en operación las 266 coordinaciones territoriales con más de 160 mil elementos equipados y capacitados, cuya presencia prevalecerá en las zonas del país con índices elevados de violencia y delincuencia.

El Plan Nacional de Paz y Seguridad funcionará bajo los siguientes ejes de actuación:

  1.  Erradicar la corrupción y reactivar la procuración de justicia
  2. Garantizar empleo, educación, salud y bienestar
  3. Pleno respeto y promoción de los derechos humanos
  4. Regeneración ética de la sociedad
  5. Reformular el combate a las drogas
  6. Emprender la construcción de la paz
  7. a) Procesos de desmovilización, desarme y reinserción
  8. b) El Consejo de Construcción de la Paz
  9. Recuperación y dignificación de las cárceles
  10. Seguridad pública, seguridad nacional y paz
  11. a) Repensar la seguridad nacional y reorientar a las Fuerzas Armadas
  12. b) Creación de la Guardia Nacional
  13. c) Coordinaciones Nacional, estatales y regionales
  14. d) Lineamientos de operación

PLAN NACIONAL DE PAZ Y SEGURIDAD 2018-2024

PRESENTACIÓN

La seguridad de la gente es un factor esencial del bienestar y la razón primordial de la existencia del poder público: el pacto básico entre éste y la población consiste en que la segunda delega su seguridad en autoridades constituidas, las cuales adquieren el compromiso de garantizar la vida, la integridad física y el patrimonio de los individuos. Para ello están dotadas de facultades e instrumentos como leyes y reglamentos, organismos de procuración e impartición de justicia y el uso exclusivo de la fuerza pública. Cuando las instituciones son incapaces de utilizar adecuadamente tales potestades y herramientas y fallan en su responsabilidad de preservar la vida, la integridad y la propiedad de las personas y las poblaciones, entra en crisis su primera razón de ser, se debilita el acuerdo que articula las instituciones a la sociedad, se degrada la calidad de vida y se pone en peligro la existencia misma del Estado.

Las aseveraciones anteriores permiten aquilatar la gravedad de la crisis de seguridad que vive México, no vista desde los tiempos posrevolucionarios; el próximo gobierno recibirá una seguridad en ruinas y un país convertido en  panteón. Los índices de violencia y las cifras de asesinatos ubican a nuestro país en niveles históricos de criminalidad y entre los países más inseguros del mundo. Los altos niveles de violencia han generado costos enormes para la economía y la sociedad. Millones de personas han modificado sus patrones de vida para protegerse y muchos han debido emigrar de sus comunidades para salvaguardar su integridad.

En esta circunstancia de violencia e inseguridad confluyen factores muy diversos, empezando por los de índole económica y social como la falta de empleos de calidad y la insuficiencia del sistema educativo, la descomposición institucional, el deterioro del tejido social, la crisis de valores cívicos, el fenómeno de las adicciones, disfuncionalidades y anacronismos del marco legal e incluso la persistencia de añejos conflictos intercomunitarios, agrarios y vecinales. Esta complicación dificulta la comprensión misma del problema y lleva a una discusión en la que se entremezclan y confunden los conceptos de seguridad nacional, interior y pública, la prevención, la criminalidad, el estado de derecho y la “paz interior” mencionada en la Constitución y en otros textos legales. Ante semejante complejidad salta a la vista la necesidad de esclarecer definiciones y términos y

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dejar de lado la fantasía de que es posible superar la circunstancia de inseguridad y violencia mediante soluciones únicas y unidimensionales, como la estrategia represiva policial-militar, práctica básica y casi única en el sexenio anterior y en el que está por concluir.

Suele asumirse, por ejemplo, que el fenómeno delictivo se circunscribe a los llamados delitos violentos –robo a mano armada, asalto a casa habitación, secuestro, lesiones, homicidio– y a algunas expresiones de criminalidad organizada –principalmente, el narcotráfico y el tráfico de personas–, pero se deja de lado los llamados “delitos de cuello blanco” como el desvío de recursos, la defraudación, el cohecho, la malversación y las operaciones con recursos de procedencia ilícita –o lavado de dinero–, así como infracciones cometidas específicamente por servidores públicos como la prevaricación, el abuso de autoridad, el fraude electoral, la suplantación de funciones y otros relacionados con la violación de derechos humanos.

Entre unos y otros existen, sin embargo, vasos comunicantes y redes de complicidad evidentes o discretos pero en todo caso insoslayables: por definición, la delincuencia organizada no puede existir sin un grado de involucramiento de funcionarios públicos que le ofrezca un margen de protección e impunidad y el tamaño, la extensión y el poder de grupos criminales como los que existen en México sólo pueden entenderse por una corrupción de dimensión equivalente en las oficinas públicas, particularmente –aunque no en forma exclusiva– en los aparatos de prevención y combate de la delincuencia, procuración e impartición de justicia. Así, si la persistencia y el incremento de la pobreza, la marginación y la falta de servicios educativos y de salud se encuentran en la base del auge delictivo que enfrenta el país, la corrupción prevaleciente es la razón primaria de su descontrol, de su crecimiento y de la imposibilidad de contrarrestarlo e incluso de contenerlo.

De las reflexiones anteriores y del fracaso manifiesto de políticas que han incrementado los problemas que pretendían combatir se desprende la necesidad de formular nuevos paradigmas de seguridad nacional, interior y pública que permitan sustentar estrategias de recuperación de la paz, restablecimiento de la seguridad pública, prevención del delito, procuración e impartición de justicia, restablecimiento del estado de derecho y reinserción de infractores. Tales estrategias deben ser multidimensionales, transversales, incluyentes y, necesariamente, radicales, en el sentido de que deben ir dirigidas a la raíz de la aguda crisis que enfrenta el país en estas materias.

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En lo que se refiere a la seguridad pública, la prevención, la procuración e impartición de justicia y el trato oficial a delincuentes presuntos o sentenciados, es necesario abandonar el autoritarismo y la violencia y avanzar a una perspectiva de respeto a las libertades y los derechos humanos. En lugar de ampliar el catálogo de las prohibiciones vigentes, incrementar las sanciones y construir nuevas cárceles, es necesario ensanchar la soberanía de los individuos y de las colectividades, edificar escuelas y hospitales y diseñar sistemas eficaces de reinserción para los infractores. Se debe transitar de una autoridad vengativa a una autoridad justa, de un estado de persecución a un estado de bienestar y de la ley de la jungla al imperio de la ley.

Para hacer realidad estos propósitos y cumplir con la justa exigencia social de vivir en un país pacífico, seguro, sujeto al imperio de la legalidad y arbitrado por la justicia, se ha elaborado este Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024 en el que se enuncia un paradigma de seguridad pública radicalmente distinto al que ha sido aplicado en los sexenios anteriores. Con la convicción de que la violencia, la inseguridad, la impunidad y la violación regular a los derechos humanos que padece el país es el síntoma de una crisis más profunda, resulta obligado mencionar en este documento, como elementos necesarios para restablecer el estado de derecho y reorientar el combate a la delincuencia, el combate a la corrupción y las políticas sociales de bienestar del próximo gobierno federal, los procesos de pacificación por los que se deberá transitar, los recursos a mecanismos de justicia transicional, una nueva práctica penitenciaria, la regeneración ética de la sociedad, la reformulación del papel de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública, así como las reformas legales que serán necesarias para poner en práctica este plan. Este enfoque integral y transversal es la consecuencia lógica de una certeza: que así como la inseguridad y la violencia hacen imposible la consecución del bienestar, la paz social no puede conseguirse sin bienestar y sin justicia, y el gobierno federal que entrará en funciones el próximo 1 de diciembre actuará a partir de esa premisa.

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  1. Erradicar la corrupción y reactivar la procuración de justicia

El abandono de la procuración de justicia a partir de 2006, la descomposición institucional y la falta de probidad de muchos servidores públicos, tienen efectos desastrosos para la funcionalidad de las corporaciones de seguridad pública, las instituciones encargadas de la procuración y las instancias judiciales responsables de impartirla. Para conseguir la impunidad a cualquier clase de infracción es suficiente con elevar el monto del cohecho a las autoridades, con la protección del compadrazgo o el amiguismo, con la pertenencia a redes de complicidad e intercambio de favores. El narcotráfico a gran escala, la fuga de capos de los penales, el robo de gasolinas, el lavado de dinero, el tráfico de armas y varios otros ilícitos no se podrían perpetrar sin el contubernio estructurado de funcionarios públicos.

Si se pretende resolver exitosamente los fenómenos de delincuencia –la delincuencia común y la delincuencia organizada– es indispensable erradicar la corrupción de la administración pública en todos sus ámbitos. Es indiscutible que la impunidad florece gracias a la corrupción y que ésta termina desarticulando todo esfuerzo del Estado en el combate al delito. La supresión de las prácticas corruptas, que es el propósito más relevante del próximo gobierno, tendrá, por sí misma, un efecto positivo en la reducción de los índices delictivos. Debe impedirse por todos los medios legales la asociación entre delincuencia y autoridad.

Además de proponer las reformas legales necesarias para tipificar la corrupción como delito grave y sin libertad bajo fianza y proponer la Ley Federal de Combate de Conflictos de Interés, prohibir las adjudicaciones directas, investigar y clausurar las empresas fantasma, establecer la obligatoriedad de las declaraciones patrimonial, fiscal y de intereses de todos los servidores públicos, eliminar el fuero de altos funcionarios, fomentar la colaboración internacional tendiente a erradicar los paraísos fiscales, monitorear en línea y en tiempo real el dinero para adquisiciones y realizar verificaciones obligatorias de los precios de mercado antes de cualquier adquisición, es necesario centralizar las instancias de contraloría, fortalecer mecanismos fiscalizadores como la Secretaría de la Función Pública y la Auditoría Superior de la Federación y funcionalizar la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, la cual, desde su creación en 2004, se ha concentrado en detectar la evasión fiscal pero no ha dado un solo golpe capaz de debilitar o colapsar las finanzas del crimen organizado ni ha logrado reducir el lavado de dinero, cuyo monto anual se estima en 30 mil millones de dólares. Se fortalecerán asimismo los mecanismos para detectar y sancionar conforme a derecho las diversas modalidades de evasión fiscal, una práctica que

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causa graves daños al erario y reduce severamente el margen del gobierno para procurar el bienestar colectivo.

Por otra parte, se buscará que las diferencias de salarios entre un ministerio público federal, un policía federal y un juez federal, actualmente abismales, sean mínimas, dependiendo del rango y los niveles. Se requiere de una reforma histórica para que a los mejores abogados les resulte igualmente atractivo ser fiscal federal que juez federal y que sus remuneraciones y carrera no sean muy distintas; los efectivos policiales no deben quedarse muy atrás.

En países donde los nuevos modelos de justicia han funcionado, tales servidores públicos no solo tienen percepciones similares sino que se capacitan en el mismo lugar, con troncos comunes, homologando procesos. Esa parte de descoordinación y de “distintos idiomas” que hablan estos tres cuerpos es una de las causas de la impunidad en el país: simplemente, jueces, fiscales y policías no hablan el mismo idioma técnico.

Se analizará el establecimiento de mecanismos institucionales y disposiciones legales para evitar que efectivos policiales sometidos a proceso o sancionados por la comisión de delitos sean recontratados en otras corporaciones, en lo que popularmente se denomina la “puerta giratoria”.

  1. Garantizar empleo, educación, salud y bienestar

La generación de fuentes de empleo, el cumplimiento del derecho a la educación para todos los jóvenes del país que deseen ingresar a los ciclos superiores, la inversión en salud y los programas de desarrollo económico en distintas zonas del país atacarán las causas profundas del auge delictivo, reducirán en forma significativa la base social que haya podido generar la criminalidad y restablecerán la confianza de los individuos en el colectivo. La reducción de la pobreza, la marginación y la desintegración familiar y social ofrecerá una base perdurable para disminuir la comisión de delitos de toda clase.

Ademas de los programas de desarrollo y de bienestar sectoriales, regionales y coyunturales ya expuestos en diversas ocasiones (Jóvenes Construyendo el Futuro, creación de Escuelas Universitarias, Pensión Universal para Adultos Mayores, cobertura universal de salud para todos, reforestación, modernización y ampliación de la red carretera,  Zona Especial de la Frontera Norte, construcción del Tren Maya, Corredor Transístmico, reconstrucción, entre otros) es necesario que el

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gobierno fortalezca el sector social de la economía (cooperativas, talleres familiares, micro empresas) en la producción agropecuaria, la industria, el comercio y los servicios y auspiciar su surgimiento en los ramos de la energía y las telecomunicaciones.

  1. Pleno respeto y promoción de los derechos humanos

La tentación de restablecer la legalidad con métodos violatorios de los derechos humanos es absurda, moralmente inaceptable y contraproducente por diversas razones. Una autoridad que pretenda imponer la ley por medios ilegales incurre en una contradicción flagrante y pierde rápidamente el respeto y la credibilidad entre sus gobernados. La infracción a los derechos de la población por parte del poder público genera cinismo social, impulsa las conductas delictivas que se pretendía combatir y siembra las semillas de la ingobernabilidad.

Las violaciones a los derechos humanos se multiplican y perpetúan en la impunidad. Cada atropello no esclarecido, sancionado y reparado fomenta la repetición y la expansión de la arbitrariedad, el abuso de autoridad, la extralimitación de los servidores públicos, la vulnerabilidad de la población y el rencor hacia las instituciones.

Es necesario, por ello, realizar las modificaciones legales pertinentes para tipificar como delitos con sanción definida los incumplimientos de recomendaciones de las comisiones Nacional y estatales de Derechos Humanos y garantizar la plena independencia de las segundas con respecto a las autoridades estatales. Asimismo, se incorporará el conocimiento de tales derechos en los procesos de formación de personal para las corporaciones policiales y militares y se difundirá la cultura de Derechos Humanos tanto en los planes oficiales de estudio como en los instrumentos publicitarios a disposición de las distintas instancias de gobierno.

Se pondrá en libertad, en observancia de las formalidades legales que correspondan, a todas aquellas personas que, sin haber cometido acciones violentas, se encuentren en prisión por motivaciones políticas, y se buscarán las vías para dejar sin efecto imputaciones y causas penales originadas por la participación de los acusados en actos de protesta legal y pacífica.

Se erradicará la represión y nadie será torturado, desaparecido o asesinado por un cuerpo de seguridad del Estado. El nuevo gobierno no permitirá que se cometan

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actos de impunidad desde el poder, y se investigará cualquier denuncia de violación a los derechos humanos.

  1. Regeneración ética de la sociedad

En el ciclo neoliberal el poder público no sólo abandonó a su suerte a la población para ponerse al servicio de las grandes fortunas nacionales y extranjeras sino que, en conjunto con los poderes económicos, emprendió desde hace tres décadas un sistemático adoctrinamiento de la sociedad para orientarla hacia el individualismo, el consumismo, la competencia y el éxito material como valores morales supremos, en detrimento de la organización gregaria, los valores colectivos, el bien común y los lazos de solidaridad que han caracterizado a la población mexicana y que hunden sus raíces históricas en el modelo civilizatorio mesoamericano. Particularmente entre los jóvenes, la exaltación del dinero y las posesiones materiales y superfluas, aunada a un entorno que les niega espacios educativos y plazas laborales, ha generado frustración y facilitado actitudes antisociales.

La crisis de valores y de convivencia que constituye uno de los componentes del estallido de violencia y criminalidad se origina a su vez, en buena medida, en el resentimiento social a causa de la pobreza, la marginación, la negación regular de derechos básicos y la falta de horizontes de realización que se deriva de la supresión de mecanismos de movilidad social. El estilo de vida inducido por la cultura neoliberal y consumista, en el que lo fundamental es el dinero, lo material y lo superfluo, ha generado frustración social, particularmente en los jóvenes.

Esa crisis se ha ahondado como consecuencia de la contraproducente estrategia de persecución y represión de la delincuencia, en la cual autoridades de los tres niveles de gobierno han usado el “combate al narcotráfico” como justificación para minimizar y  soslayar, si no es que promover, actos ilegales y violaciones a los derechos humanos.

 

Ante este panorama, la regeneración moral es al mismo tiempo un medio y un propósito de la Cuarta Transformación. Más allá de encargar la redacción de una Constitución Moral que proponga nuevas actitudes en la relación entre individuos y entre éstos y el colectivo, además de enfatizar la cultura cívica y ética en los programas de estudio y en la comunicación oficial, la regeneración ética será la intención ejemplificante de un ejercicio de gobierno austero, honesto, transparente, incluyente, respetuoso de las libertades, apegado a derecho, sensible a las necesidades de los más débiles y vulnerables y pendiente en todo momento del

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interés superior; será, asimismo, una convocatoria permanente a toda la sociedad para retomar principios gregarios y remontar el grave deterioro del tejido social.

Las estrategias de penalización en la lucha contra las adicciones, el recurso a la violencia gubernamental para enfrentar la violencia delictiva y el énfasis carcelario en el sistema de justicia han fortalecido en la sociedad la idea de que existe en los seres humanos una inclinación innata al mal, que la desconfianza es una actitud correcta de la autoridad hacia los ciudadanos, que son más pertinentes las prohibiciones que las libertades y que el propósito de la justicia no es la reinserción sino el castigo de los infractores. En el ámbito de la seguridad pública y el combate a la delincuencia organizada, la regeneración ética se traducirá en la opción preponderante por los métodos pacíficos y la confianza previa en el buen comportamiento de la gran mayoría de las personas

  1. Reformular el combate a las drogas

La prohibición de ciertos estupefacientes por parte del poder público es ya, desde cualquier punto de vista, insostenible. Para empezar, la potestad del Estado para determinar qué sustancias pueden ser consumidas por los ciudadanos y cuáles no carece de justificación moral y atenta contra los derechos de las personas al libre desarrollo de la personalidad y a su autodeterminación sin injerencia de las autoridades. Por otra parte, las prohibiciones actuales son tan discrecionales y arbitrarias que, se aplican a la cocaína la mariguana, la heroína, las metanfetaminas y el ácido lisérgico, pero no afectan la producción y la comercialización de alcohol, tabaco, bebidas con contenido de taurina y cafeína y el consumo regulado o no de ciertos antidepresivos y somníferos.

Además, tal prohibición es ineficaz desde el punto de vista de la salud pública: así como la prohibición de las bebidas alcohólicas en Estados Unidos entre 1920 y 1933 no tuvo una incidencia apreciable en el fenómeno del alcoholismo, en la mayor parte de los países las estrategias de la prohibición de diversos estupefacientes no se ha traducido en una reducción del consumo. Peor aun, el modelo prohibicionista criminaliza de manera inevitable a los consumidores, en la medida en que los empuja a la marginalidad social, los deja a merced de los vendedores, los impulsa a incorporarse al narcotráfico como sujetos activos y los condena al uso de sustancias carentes de todo control de producción y de calidad. Por añadidura, en el paradigma de la prohibición las personas adictas ven enormemente sus probabilidades de reinserción y rehabilitación, por cuanto el negocio de las drogas ilegales los necesita para mantener y ensanchar su mercado.

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Desde una perspectiva estrictamente económica, el negocio principal del narcotráfico no reside en traficar con estupefacientes sino en burlar la prohibición correspondiente, pues ésta representa diversas oportunidades para agregar valor a sus productos, muy por encima de los costos reales de cultivo/producción, transporte y comercialización: el paso de fronteras y puestos de control, los sobornos a policías, funcionarios y políticos, la conformación de cuerpos armados y de estructuras de inteligencia, comunicaciones y lavado de dinero, entre otras, explican el enorme diferencial entre los costos de producción de las drogas prohibidas y su precio en los mercados finales; y explican, también, los enormes márgenes de utilidad y rentabilidad que caracterizan al narcotráfico.

En cambio, la “guerra contra las drogas” ha escalado el problema de salud pública que representan sin duda las sustancias prohibidas hasta convertirlo en un asunto de seguridad pública, en el fortalecimiento imparable de los grupos delictivos dedicados a la producción y el trasiego de estupefacientes, en una violencia ya intolerable y en un problema de seguridad nacional, en la medida en que la presencia financiera, el poder de fuego, la capacidad operativa y la internacionalización de los cárteles se ha incrementado de manera sostenida.

La alternativa inevitable es que el Estado renuncie a la pretensión de combatir las adicciones mediante la persecución de las sustancias que las generan y se dedique en una primera instancia a mantener bajo control las de quienes ya las padecen mediante un seguimiento clínico y el suministro de dosis con prescripción para, en un segundo paso, ofrecerles tratamientos de desintoxicación personalizados.

Ciertamente, en la medida en que el narcotráfico es un negocio transnacional en el que nuestro país desempeña el papel tanto de productor de mariguana, amapola y metanfetaminas como de territorio de tránsito de la cocaína sudamericana y, secundariamente, de mercado de diversas drogas, la idea de levantar la prohibición de las que actualmente son ilícitas tiene implicaciones internacionales insoslayables. De entrada, México limita al norte con Estados Unidos, que es el mayor consumidor de drogas en el mundo, con 27 millones de consumidores habituales y decenas de miles de muertes anuales por intoxicación y sobredosis.

En Estados Unidos los costos sociales de las adicciones, incluido el alcohol, se calculan en más de 400 mil millones de dólares, pero el gasto federal en prevención y tratamiento (Substance Abuse Prevention and Treatment Block Grant) es de sólo mil 850 millones y sólo un 10 por ciento de los adictos está sujeto a alguna clase de tratamiento. En contraste, el gobierno de Washington destina anualmente cuatro mil

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700 millones de dólares en ayuda (principalmente, militar) a Afganistán y tres mil 100 millones a Israel.

La necesidad de cambiar de enfoque salta a la vista: la única posibilidad real de reducir los niveles de consumo de drogas residen en reorientar de manera negociada y bilateral los recursos actualmente destinados a combatir su trasiego y aplicarlos en programas – masivos, pero personalizados– de reinserción y desintoxicación.

  1. Emprender la construcción de la paz

A pesar de los cientos de miles de vidas perdidas, los miles de millones de dólares invertidos, los recursos consumidos y los sistemas de inteligencia y vigilancia empeñados en la “guerra contra las drogas”, el gobierno mexicano no ha podido derrotar a los cárteles y no hay perspectivas de que logre vencerlos en un tiempo estimable. Invariablemente, los grandes y publicitados golpes al narco –capturas o muertes de capos, decomisos, “aseguramientos” de bienes– se traducen en un recrudecimiento de la violencia, en violaciones a los derechos humanos y, a la postre, en procesos de fragmentación de las organizaciones criminales que multiplican la inseguridad y los padecimientos de las poblaciones. La aplicación de políticas de persecución deriva de manera ineludible en la descomposición creciente de las corporaciones públicas involucradas y de dependencias de los tres niveles de gobierno, y en una imparable erosión en la confianza y la credibilidad de las instituciones ante la sociedad.

En cambio, la estrategia policial y belicista aplicada en los últimos doce años ha dejado una tragedia humana y social de dimensiones incalculables: más de 200 mil personas asesinadas y más de 37 mil que se encuentran desaparecidas –de las que casi cinco mil son menores de edad–, un número difícilmente calculable de desplazados por la violencia y millones de personas que han debido modificar sus patrones de vida para protegerse. No sólo se alentó la espiral de violencia desde el poder público sino que   instituciones y efectivos de corporaciones de seguridad se convirtieron en protagonistas de esa violencia, como lo documentan miles de denuncias recabadas por organizaciones oficiales y sociales de Derechos Humanos. Bajo la estrategia actual, México ha sido convertido en un país de víctimas.

Como ha quedado claro en la Consulta Nacional y los Foros de Escucha para la Construcción de la Paz y la Reconciliación Nacional, a la enorme mayoría de los muertos, los lesionados, los torturados, los ausentes y los desplazados no se les ha

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hecho justicia y los delitos correspondientes han quedado impunes. Las políticas de violencia dejan, así, una enorme deuda social en materia de procuración que debe ser saldada con mecanismos de justicia transicional y por medio de los cauces institucionales ya existentes. En el caso de los desaparecidos se llegará hasta lo humanamente posible para esclarecer su paradero y se buscará la construcción de la paz y la reconciliación con base en la verdad, la justicia, la reparación y la garantía de no repetición de los crímenes cometidos.

De cara a las medidas de pacificación, debe señalarse que la regulación de los estupefacientes actualmente prohibidos puede incidir en una reducción significativa de las adicciones y en una mejoría en las condiciones de los adictos pero, sobre todo, permitiría poner fin a uno de los motores centrales de la violencia, la inseguridad y el extendido quebrantamiento del estado de derecho, pero no sería suficiente por sí misma: la mera supresión de las estrategias prohibicionistas puede llevar a los grupos delictivos a una “repenalización” con el propósito de conservar su negocio y su mercado y no resolvería la existencia de organizaciones fuertemente armadas y organizadas, con una considerable capacidad de infiltración institucional y corrupción de servidores públicos, y dueñas del control en diversos puntos del territorio. De operar una mera regulación de las drogas, esas organizaciones podrían fácilmente cambiar de giro delictivo y permanecer como un gravísimo desafío al Estado y a la seguridad de las poblaciones. De hecho, la diversificación de actividades desde el narcotráfico hacia la extorsión, el secuestro y el tráfico de personas es ya un fenómeno conocido en regiones como la costa del Golfo de México, la franja fronteriza y Michoacán y Guerrero.

Ante la imposibilidad de derrotar las diversas expresiones delictivas por medios exclusiva o preponderantemente policiales y militares, frente al absurdo de querer pacificar con métodos violentos y habida cuenta de lo contraproducente y trágico de tales políticas, resulta imperativo hacer un alto para considerar y debatir la necesidad de emprender un proceso de pacificación con las organizaciones delictivas y de adoptar modelos de justicia transicional que garanticen los derechos de las víctimas, esto es, de leyes especiales para poner fin a las confrontaciones armadas y posibilitar el desarme y la entrega de los infractores, garantizando asimismo sus derechos y ofreciéndoles reducciones de penas e incluso amnistías condicionadas al perdón de personas y colectividades que hayan sido afectadas, y proponiéndoles un cambio de vida.

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 Procesos de desmovilización, desarme y reinserción

El callejón sin salida de la violencia obliga a poner sobre la mesa soluciones aplicadas en otros países a conflictos armados, con la diferencia de que se han emprendido entre gobiernos y bandos beligerantes –esto es, insurgencias y oposiciones políticas o nacionales armadas– y no entre una autoridad y grupos meramente delictivos. Pero en el México actual éstos tienen niveles organizativos, poder de fuego y control territorial equiparables, en diversos casos, a los conseguidos en otras latitudes por facciones políticas en armas. Es necesario, pues, poner en marcha procesos de desarme, desmovilización y reinserción social con condicionamientos claros: plena colaboración con la justicia, manifestación inequívoca de arrepentimiento y reparación del daño. El perdón de las víctimas y la contrición sincera de los victimarios resultan pasos previos indispensables para las negociaciones.

¿Qué ofrecer a los delincuentes para que dejen de delinquir? En primer lugar, un aumento en la esperanza de vida: los integrantes de las organizaciones criminales suelen morir jóvenes y de manera violenta, y ensanchar las perspectivas de la existencia resulta una posibilidad que casi todo mundo ambiciona. En segundo lugar, la posibilidad de llevar una vida tranquila y sin sobresaltos; en tercero, la posibilidad de que encabecen negocios legales y regulares. En cuarto, alcanzar la respetabilidad social. Ésta es la manera en la que actuó el gobierno de Estados Unidos en los años treinta del siglo pasado para acabar con las mafias que asolaban sus ciudades. De ese proceso surgió la bonanza en Atlantic City, Las Vegas, Miami y otros centros de inversión.

A la luz de las lógicas de pacificación, deben ser revisados los expedientes de los acusados y sentenciados en el marco de las estrategias de seguridad de los gobiernos anteriores, tanto de infractores como de elementos de las corporaciones de seguridad policiales y militares, a fin de determinar si sus casos pueden ser objeto de amnistía o indulto, condicionado al cumplimiento de los cuatro ejes de la justicia transicional: verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición.

El Consejo de Construcción de la Paz

Se establecerá lo antes posible el Consejo para la Construcción de la Paz, que será una instancia de vinculación y articulación entre todas las instituciones y actores de México y del extranjero que trabajen por la paz; contribuirá a articular las iniciativas gubernamentales en esta materia; difundirá la cultura de paz; promoverá

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estudios y propuestas y realizará conjuntamente con universidades estudios y propuestas sobre los vínculos entre la paz y la justicia, el desarrollo, los derechos humanos, la superación de la pobreza y la participación ciudadana. Este Consejo difundirá en escuelas y medios de información mensajes y materiales que expresen que la paz es posible y que es moral, social, política y económicamente superior y preferible a la violencia. Asimismo, formará mediadores y asumirá la mediación de conflictos locales. La instancia contribuirá a que el conjunto del gobierno federal opere con un enfoque de construcción de la paz y de resolución de conflictos e impulsará a todos los organismos públicos a actuar en esa misma dirección.

En lo inmediato, el Consejo para la Construcción de la Paz revisará los resultados de los Foros de Escucha y promoverá y dará seguimiento a peticiones y a las propuestas más necesarias y viables, a las sesiones intersecretariales y a los esfuerzos de construcción de la paz de las diversas dependencias, particularmente a las secretarías de Medio Ambiente y Recursos Naturales, Cultura, Trabajo y Bienestar; promoverá en las distintas regiones la formación de consejos o comités regionales o temáticos para abordar los asuntos tratados en los Foros de Escucha y organizará reuniones de diálogo ordenado y estratégico en las regiones en las que no pudieron realizarse tales foros.

En un primer momento el Consejo se integrará, por invitación presidencial, con seis personas, tres en representación de instituciones públicas y otras tres en representación de la sociedad. Además de una jefatura de unidad que actuará ex oficio, contará con una secretaría ejecutiva y una secretaría técnica. Se invitará además a una representación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos como miembro con voz pero sin voto y a un observador permanente designado por la Organización de las Naciones Unidas.

  1. Recuperación y dignificación de las cárceles

El sistema penal del país enfrenta graves distorsiones que lo convierten con frecuencia en un mecanismo contraproducente y que pervierten el carácter disuasorio del castigo para transformarlo en un multiplicador de la criminalidad. Fenómenos como el “autogobierno” –que es, en realidad, el domino de los penales por mafias de internos con ramificaciones en el exterior–, la corrupción de las autoridades carcelarias, el tráfico y el consumo de estupefacientes, la explotación sexual, la venta de protección, espacio, alimentos y horas de visita, así como el favoritismo e influyentismo logrados con dinero, hacen de los reclusorios aparatos disfuncionales.

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Es necesario recuperar el control de los penales de las mafias que se enseñorean en ellos, combatir la corrupción de las autoridades carcelarias, establecer un régimen de respeto a los derechos de los internos, separar a los imputados de los sentenciados, garantizar que la cárcel no sea un doble castigo para las mujeres y dignificar las condiciones de alojamiento, salud y alimentación de los reclusos, todo ello en atención a recomendaciones de expertos nacionales e internacionales y en estricto acatamiento a las resoluciones emitidas en años recientes por la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

El hundir a los infractores en entornos de descomposición y crueldad no es precisamente la mejor manera de impulsar su reinserción. Ante la vieja discusión entre la parte que señala la maldad innata de los individuos y la que considera las conductas antisociales como producto de las circunstancias, el Gobierno Federal tomará partido por la segunda y actuará basado en la premisa de que, salvo una pequeña porción de casos, la reinserción social es posible.

  1. Seguridad pública, seguridad nacional y paz
  2. a) Repensar la seguridad nacional y reorientar a las Fuerzas Armadas

No cabe duda de que, por su lealtad histórica al poder civil, su origen eminentemente popular, su disciplina y su vocación de servicio a la población en casos de desastre, las Fuerzas Armadas mexicanas constituyen una singularidad en América Latina. Es destacable, asimismo, la ausencia de tendencias oligárquicas en las cúpulas de las instituciones castrenses: aunque no todos los uniformados han ostentado un comportamiento intachable, en las Fuerzas Armadas nacionales no se han conformado minorías corrompidas, como sucede en otros ámbitos del poder, ni han surgido grupos de intereses económicos ilegítimos, como ocurre en instancias civiles del gobierno federal. En lo sustancial, los soldados y marinos mexicanos fueron y siguen siendo pueblo uniformado.

Si el Ejército y la Marina han experimentado desgaste y pérdida de confianza entre algunos sectores de la población, ello se ha debido a órdenes del mando civil de participar en acciones represivas o en funciones policiales para las cuales estas instituciones no han sido facultadas ni capacitadas.

Debe considerarse que un contingente militar tiene como propósito último enfrentar, neutralizar y aniquilar a una fuerza enemiga: su formación, su

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equipamiento, su logística y su estructura de mando están diseñados para ello. En cambio, los soldados y marinos no han sido entrenados para prevenir e investigar delitos, identificar, ubicar y capturar a los presuntos delincuentes y presentarlos ante una autoridad jurisdiccional. Esa falta de correspondencia entre preparación y misión ha derivado en violaciones a los derechos humanos y en atropellos a civiles por parte de algunos elementos castrenses.

Desde otra perspectiva, ha de señalarse el hecho de que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y debido a su peculiar ubicación geográfica, México no enfrenta amenazas militares externas: un conflicto armado con Estados Unidos es difícilmente imaginable en el contexto actual y, de ocurrir, no podría dirimirse por medios militares convencionales, dada la evidente asimetría de recursos. La misma situación de la frontera Norte se presenta, a la inversa, con los países vecinos del Sur: no hay diferendo histórico ni causa circunstancial en el horizonte para que inicie una guerra con ellos. A diferencia de lo que ocurre en casi todas las naciones hermanas de Sudamérica, la nuestra no tiene disputas territoriales vigentes con ninguno de sus vecinos inmediatos ni con países próximos.

Por lo demás, en su política exterior el Estado mexicano ha propugnado siempre la solución pacífica de los conflictos y la No Intervención en los asuntos de otros países.

Cuando se involucró a las Fuerzas Armadas en el combate a la delincuencia, hace ya 12 años, se argumentó que era una medida temporal en tanto se lograba el saneamiento, la capacitación y la profesionalización de las corporaciones policiales de los tres niveles de gobierno. Pero en este lapso los gobernantes no avanzaron ni mucho ni poco en tales objetivos y hoy las fuerzas públicas civiles se encuentran tan incapacitadas para cumplir su tarea de prevenir y combatir el delito como en 2006. Resulta ilustrativo a este respecto el caso de la Policía Federal, creada hace 20 años para suplir la labor de las fuerzas armadas en el combate a la delincuencia y que es en la actualidad un agrupamiento con déficit de disciplina, capacitación y profesionalismo; sus integrantes –alrededor de 40 mil elementos, incluidos muchos dedicados a funciones administrativas– reciben bajos salarios, carecen de seguridad y protección social para ellos y sus familias. Desde su fundación esta corporación no ha sido dotada de equipo suficiente ni de instalaciones y cuarteles. Los efectivos de la corporación suelen ser enviados a actuar como “volanta”, alojados en hoteles y campamentos cuando son enviados a una misión en diversos estados y casi siempre en condiciones precarias e indecorosas.

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Lo mismo sucede con los agentes ministeriales y las policías estatales y municipales: en general carecen de profesionalismo, protección o apoyo y son, en muchos casos, dominados por la delincuencia y movidos por el interés y la corrupción y no por el deber del servicio público. A esto debe agregarse que la mayor parte de los cuerpos de seguridad actúan por su cuenta y que no existe, en los hechos, una mínima coordinación entre ellos; en algunos casos llegan incluso a enfrentamientos para mantener plazas y defender sobornos o prebendas.

Debe admitirse con toda franqueza que, dada la descomposición y la ineficacia de las corporaciones policiales de los tres niveles de gobierno, resultaría desastroso relevar a las Fuerzas Armadas de su encomienda actual en materia de seguridad pública, pues constituyen las instituciones más confiables para mantenerla, a pesar de que no fueron concebidas para ello, y pese a las distorsiones y el desgaste institucional que experimentan en las calles.

 

Ante la carencia de una institución policial profesional y capaz de afrontar el desafío de la inseguridad y la violencia, es necesario seguir disponiendo de las instituciones castrenses en la preservación y recuperación de la seguridad pública y el combate a la delincuencia, en el marco de lo dispuesto en el artículo 89 de la Constitución y con especial atención a la observancia de los derechos humanos, la integridad y el patrimonio de las personas.

Estas circunstancias llevan a proponer que, sin abandonar sus misiones constitucionales de velar por la seguridad nacional y la integridad territorial del país –incluidos su espacio aéreo y el mar patrimonial–, la preservación de la soberanía nacional y la asistencia a la población en casos de desastre, nuestras Fuerzas Armadas participen en la construcción de la paz por medio de un papel protagónico en la formación, estructuración y capacitación de la Guardia Nacional, la cual debería asumir las funciones de preservación de las instalaciones estratégicas y la protección civil a nivel federal en todas sus facetas, más allá del carácter coyuntural del Plan DN-III.

Tal reorientación estrechará los lazos entre los militares y la población,  y permitirá emplear todo el potencial de los institutos castrenses –desde la Informática y la Ingeniería hasta la cartografía, pasando por la industria militar y naval– en el desarrollo económico nacional y sentará un precedente de gran trascendencia mundial.

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  1. b) Creación de la Guardia Nacional

Se solicitará respetuosamente al Congreso de la Unión la modificación de los términos de la fracción XV del artículo 76 constitucional y de otras disposiciones legales a fin de conformar la Guardia Nacional como instrumento primordial del Ejecutivo federal en la prevención del delito, la preservación de la seguridad pública, la recuperación de la paz y el combate a la delincuencia en todo el país.

La Guardia Nacional de México actuará en forma semejante a corporaciones como la Gendarmería Nacional francesa, una fuerza armada responsable de las misiones de policía, y la Guardia Civil española, instituto armado de naturaleza militar que cumple funciones de seguridad pública.

Los efectivos de ese cuerpo provendrán de las policías Militar y Naval, así como de la actual Policía Federal, y adicionalmente se convocará a civiles y a elementos de tropa para que se integren a la formación de nuevos elementos, los cuales recibirán formación y adiestramiento en planteles militares, de acuerdo a un plan de estudios elaborado en forma conjunta por las secretarías de Defensa Nacional, Marina, Gobernación y Seguridad Ciudadana. A la capacitación teórica y práctica y al entrenamiento físico castrense se agregará una formación académica y práctica en procedimientos policiales, derecho penal, derechos humanos, perspectiva de género, primeros auxilios, protección civil y otros conocimientos necesarios para el buen desempeño de los elementos.

Con esta medida se resolverán tanto el vacío legal en el que los institutos armados han venido participando en las labores de policía como la carencia de una institución policial profesional y capaz de afrontar el desafío de la inseguridad y la violencia. La Guardia Nacional quedará, pues, expresamente encargada de prevenir y combatir el delito en todo el territorio nacional y estará dotada de la disciplina, la jerarquía y el escalafón propios de las Fuerzas Armadas.

Los elementos de la Guardia Nacional contarán con prestaciones semejantes a los de las instituciones castrenses. Una vez que la nueva corporación quede conformada, los efectivos procedentes de las Fuerzas Armadas conservarán su antigüedad, prestaciones y condiciones. Se desarrollará un programa integral para homologar los ingresos y las prestaciones sociales de policías, militares y marinos y de sus familias, con base en las funciones y competencias profesionales de cada elemento.

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Las tareas permanentes de formación de elementos dependerán del Sistema Educativo Militar con profesores civiles y militares. Esa formación podrá perfeccionarse mediante especializaciones en universidades con posgrados en Seguridad Pública y Procuración e Impartición de Justicia.

Se establece un plazo de tres años para que la nueva corporación alcance el pleno funcionamiento institucional y operativo.

  1. c) Coordinaciones Nacional, estatales y regionales

A cada una de las 266 regiones se destinarán otros tantos destacamentos de la Guardia Nacional para la prevención, investigación, detención y presentación de detenidos ante el Ministerio Público y aportación de las pruebas exigidas por la ley. La designación del número de elementos, personal especializado y recursos de investigación e inteligencia a cada región, se realizará en función del número de habitantes y considerando la incidencia delictiva y las proyecciones de criminalidad.                                                                                                                                                                                  En cada una de esas regiones la coordinación general recaerá en la autoridad civil de más alto rango que asista a la reunión. Las coordinaciones estarán formadas por un representante del gobierno federal y uno de la Fiscalía General, el mando militar regional, autoridades locales y municipales un ministerio público y personal acreditado de la Fiscalía de Derechos Humanos, así como miembros voluntarios de la sociedad civil y autoridades locales y municipales. El mando operativo de la Guardia Nacional estará a cargo de oficiales del Ejército Mexicano o, en las zonas costeras, de la Armada de México.

Los consejos estatales de coordinación se reunirán diariamente a temprana hora para compartir información y tomar acuerdos, y estarán compuestos por el coordinador del gobierno federal en la entidad, un representante de la Fiscalía General de la República y el comandante de la zona militar o naval, y se invitará al gobernador, al secretario de Seguridad y al fiscal estatales, así como a un representante de la Comisión de Derechos Humanos al presidente del Tribunal de Justicia de la entidad y a integrantes de la sociedad civil.

En el ámbito nacional habrá un mando coordinado del Gabinete de Seguridad que estará encabezado por el Presidente de la República; sesionará diariamente en Palacio Nacional y en él participarán los secretarios de Seguridad, Gobernación, Marina y Defensa, el comandante de la Guardia Nacional así como el Fiscal

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General; En la reunión se dará seguimiento al plan de acción y se tomarán las decisiones correspondientes para transmitirlas a las coordinaciones estatales y regionales. El Presidente podrá delegar la coordinación en el Secretario de Seguridad Ciudadana

Así pues, en cada región, en cada estado y en la capital de la República tendrán lugar a temprana hora reuniones diarias para coordinar a todas las dependencias federales,  estatales y municipales encargadas de la seguridad pública. En suma, se adecuará el Gabinete de Seguridad como instancia estratégica y de gestión de crisis. Su objetivo será garantizar la colaboración y perseverancia de todos los cuerpos de seguridad en el país, dotar de claridad a las reglas de convivencia y operación entre el gobierno Federal y los gobiernos estatales en materia de seguridad, observar los debidos protocolos sobre el uso de la fuerza, garantizar el respeto a los derechos humanos y establecer diariamente las respuestas ejecutivas a los problemas que se presenten.

  1. d) Lineamientos de operación

La Secretaría de Seguridad Ciudadana tendrá las funciones de coordinar al gabinete de Seguridad, planificar las políticas públicas de seguridad y paz, actuar como representación del Presidente de la República en las sesiones de la Coordinación Nacional cuando el jefe de Estado se encuentre ausente, elaborar la normatividad respectiva verificar su cumplimiento, vincular y articular a las autoridades federales con las estatales y municipales, atender demandas de contención de conflictos sociales y operar los sistema nacionales de Protección Civil y penitenciario.

La Secretaría de la Defensa Nacional asumirá el mando operativo de la Guardia Nacional, del reclutamiento, adiestramiento y organización de sus efectivos, así como de su equipamiento, despliegue y operatividad, con base en los requerimientos señalados por las coordinaciones de Seguridad y en apego a los lineamientos de acción elaborados por la Secretaría de Seguridad Ciudadana.

Se invitará respetuosamente a participar en la observación de las tareas de seguridad, construcción de la paz y prevención del delito a la Comisión Nacional de los Derechos humanos.

La prevención será uno de los ejes estratégicos de la seguridad pública. Se impulsará y consolidará una amplia política de prevención y participación ciudadana. Se partirá de estrategias focalizadas según la naturaleza de los

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problemas locales y regionales, comenzando por los territorios más violentos; será prioridad la recuperación de los espacios públicos. Se reafirmará el combate a los delitos que más afectan a la sociedad, como la extorsión, el robo, el secuestro, el homicidio, el tráfico de personas, el contrabando y el comercio ilegal de armas, el feminicidio, la violencia de género y los crímenes de odio.

Se convocará a las asociaciones civiles y organismos ciudadanos a sumar su esfuerzo y experiencia para garantizar resultados óptimos; complementaremos este esfuerzo con la conformación de redes vecinales.

La inteligencia debe ser la base de un correcto desempeño para las fuerzas del orden, en la medida en que minimiza el uso de la fuerza, redunda en la seguridad de la población y de los propios agentes y permite desarticular de raíz los procedimientos delictivos.

Se establecerán protocolos de intercambio de información y análisis entre las áreas de inteligencia policial y criminal, instancias de inteligencia sobre seguridad interior, pública y nacional, el Instituto Nacional de Migración y la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

Se creará una unidad policial especializada en la investigación de lavado de dinero (Guardia de Finanzas) y  se orientará a la Policía Cibernética a la plena operatividad. En general, se enfatizará la capacitación y actualización en el uso de nuevas tecnologías.

Finalmente, habrá apertura a la observancia y participación de organismos de la sociedad civil y de defensa de derechos humanos nacionales e internacionales. En carreteras, campos y ciudades del país se dará atención especial a la salvaguardia de los derechos de las comunidades indígenas, los menores, las mujeres, los adultos mayores, las personas con discapacidad los migrantes de cualquier nacionalidad y los grupos sociales o personas en situación de vulnerabilidad. Asimismo, el gobierno reconocerá explícitamente la jurisdicción de la Corte Penal Internacional y se recurrirá a esa instancia para el esclarecimiento y el castigo si llegaran a tener lugar crímenes que pudieran considerarse como de lesa humanidad.

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